blog de la escritora puertorriqueña Mayra Santos-Febres. Contiene textos editados e inéditos, comentarios y datos personales
lunes, 2 de junio de 2008
MOISES AGOSTO #4 EN LISTA DE MAS VENDIDOS DE AMAZON
¿Que no se puede hacer buena literatura y acceder al mercado? Que las pequeñas editoriales no pueden publicar literatura que compita con las multinacionales? Pregúntenle a Moisés Agosto. Gay, boricua residente, joven, desconocido autor, publicado por una editorial local y cuarto en venta internacional en Amazon.com. Entre Mario Bellatín y Pedro Lemebel.
Dice Rubén Ríos Avila de "Nocturno y otro desamparos": Exentos de la urgencia moralizante, el melodrama fácil o el narcisismo fatalista que a veces lastra cierta narrativa en torno al amor en los tiempos del sida, estos cuentos respiran con una naturalidad y un aplomo que recuerda la mejor tradición de la prosa urbana gay en inglés, la que nos trajo La cuidad de la noche de John Rechy .o la prosa escueta y fulminante de Edmundo White y Andrew Holleran. Ahora que la globalización de la cultura queer amenaza con embotar el filo contestatario de las sexualidades al amrgen, surgen estos nocturnos bajo el fulgor de la mítica bola de disco. Dolientes y extáticos, los cuerpos deseantes de estos relatos hacen su ronda benéfica para ganarse el karma y se dan a la tarea de gozarse la noche."
JADEANTE Y SUDOROSA #5
No corro hace tiempo. No puedo. Me doblé un tobillo. No hice caso de mi cuerpo cansado. No paré. Entonces, me hice un nudo toda- cadera fuera de sitio, cuello trepado, un brazo engarrotado. El quiropráctico me astilló completa. Y me prohibió correr. “Camina” me aconseja. Imposible. Necesito el golpe del asfalto contra los pies. La huída.
Soy, en mi fuero interno, una mujer desobediente que corre. Que volverá a correr. Cuando el nudo se vaya.
Pero sueño. Como los perros, a veces me despierta el movimiento de mis propias patas en el aire, el vaivén de mi jadeo. He soñado con una larga carrera. Despierto y extraño el sudor.
Jadeante y sudorosa#6
24 de febrero 2008. Maratón 10K Teodoro Moscoso. Catorce mil corredores inscritos. Una elite de fondistas kenyanos encabezan la lista. La número 1535 soy yo.
No sé por qué me decidí a hacerlo. Llevo años diciendo que quiero correr un maratón, pero siempre lo digo como quien difiere eternamente. Pero este 24 de febrero me atreví. Quizás sea la cuarentena de años que me acompaña. Que me susurra al oído “¿para cuándo lo vas a dejar?”. Quizás sea la bebé de 5 meses que reposa en el asiento trasero de la guagua, en el coche, entre mis pechos, y en mis brazos mientras escribo. Quizás sea que la novia de mi exmarido, a la que mi hijo también le dice “mamá”. Tiene 22 años. Ella es una niña casi, con la que casi no puedo hablar. ¿De qué se habla con una niña de 22 años? ¿De productos de belleza, de la moda? ¿De cómo le va en la universidad? Y yo soy esta mujer grande, enamorada de su grandeza- es decir, de sus proyectos, de sus pliegues de hembra parida, de de las muertes con las que carga encima. No puedo ser leve y pretender que no veo las diferencias entre esa niña y yo. No tiene nada que ver con ella; pobrecita. Ella tan sólo quiere querer a alguien y que la quieran. Y quizás haya encontrado a la persona perfecta.
Pero mi hijo le dice mamá.
Le dice mamá. A esa niña …
Esa misma noche, a las 10:00pm llegaba Iván Thays a Puerto Rico. Escritor peruano invitado por mí a dar talleres de narrativa a la isla. Cómplice a quien conocí en Gadalajara (me lo presentó Edmundo Paz) y que se me quedó prendado del alma. Yo andaba preñada de Lucián. El recién se separaba de la madre de su hijo de 2 años. No sabía que dentro de poco, a mí me iba a suceder lo mismo. Hacía 3 años que no lo veía. El 26 de febrero yo cumpliría años de nuevo. La visita de Thays se supone que fuera mi regalo de cumpleaños. Mi auto-regalo. Pero yo quería más…
Me decidí a no posponerlo más. A correr el maratón. A medirme de nuevo las fuerzas del cuerpo. Las animales. ¿Podré? ¿Me desvaneceré en un sopor deshidratado?
¿Me rendiré ante el reto que la vida me impone, que yo he decidido aceptarle a la vida- ser una madre vieja con vocación de escritora, de gestora internacional y con una niña que también cría a su hijo de papás dobles? ¿Podré? ¿Tengo la fuerza?
(¿Quiero ser inmensa como tú, Yemayá?)
No lo pensé más. Abrí la página de internet y me inscribí en el maratón. Se lo informé a Mario, ya mareado de tanta cosa que se me ocurre. Pero mi marido es el siempre generoso. El único hombre generoso que he conocido.
“Hazlo, vida. Corre ese maratón. Yo una vez lo corrí” Y me hace el cuento. Periodista al fin. Generoso pero la fuente de toda historia es él. Así, ególatra y justo, me complace. Generoso y ensimismado, me apoya,. No sé cómo le sale. No sé cómo nos sale. Yo soy igual.
La noche antes fui a buscar mi número, mi camiseta, mi chip de inscripción. Ese chip mediría el tiempo en que correría los 10 kilømetros de la carrera. Esa misma noche llegaba Iván Thays a Puerto Rico.
Me pasé el dia limpiando, preparando comidas para la bebé y para Lucián; para curbrir las mil tareas de una semana que se anunciaba intensa. Dieron las 4 de la tarde.” Prepárate que es hora de llevarte al maratón” me anunció Mario. “Yo mequedo con los nenes”. Me puse mi camiseta, mis tennis, mi chip medidor. Partimos.
El protocolo para participantes pedía que llegáramos al estacinamiento bajo techo de la U.P.R. Unas guaguas nos llevarían hasta el puente. No había tapón. Llegamos a la UPR y Mario me dejó allíˆ. La nena dormía.Lucián estaba extrañamente tranquilo. Yo tomé la guagua para participantes. A medida que me acercaba me dí cuetna de la magnitud del evento. Compañías completas enviaban delegaciones de empleados para que corrieran el maratón. Había representación de escuelas católicas, de asociaciones de veteranos e impedidos- un señor parapléjico correría para protestar la falta de servicios de transporte para gente como él. Había corredores de 70, 80 años, demostrando que la vejez tiene potencialidades. Había familias enteras con botas de vino caminando el evento. Una cuadra entera de vecinos se instaló a mi lado y me contó que este era el quito año consecutivo que corrían el maratón. “¿Por qué?” les pregunté. “Porque sí”, me respondieron. “Porque es divertido y mejora tu calidad de vida” agregaron. Lo mismo que decía la hoja de publicidad.
Aquello era multitud. Quise seguir preguntando. “Porque me divorcié el año pasado”, “Por que quiero medirme con los kenyanos”, “Porque siempre quise formar parte de un evento así, “Una vez empecé a correr, no he podido parar de hacerlo”. Yo, viciosa de la brea, me hice hermana de este último comentario. No se puede parar de correr. Una vez uno se detiene, al mundo se le detiene algo.
Por el autoparlante empezaron los gritos, la música estridente, el himno, la bandera. Sonó el disparo. Los siete kenyanos, flacos como un estilete, arrancaron a correr. Eran gacelas, todas un músculo tenso y largo que danzaban por la superficie de la carretera. De un puente. El Teodoro Moscoso se estiraba largo entre las orillas de la laguna San José y los mangles del aereopuerto. La tarde caía tibia. El agua esmerilada recogía los últimos rayos del sol. Todo así, bello, era retratado por las grandes pantallas de proyección del evento. Cada acción era inmediatamente convertida en imagen. Espectáculo para todos, desde todos.
Yo intentaba no ver, sentir, sudar.
Nos tocó el turno a los aficionados y corrimos. Corrí hasta el otro lado de la laguna, sin cansarme. Gente parada a las orillas del trayecto, animaba a sus familiares. Los semipro volaban por los carriles externos. Zancadas largas, cuerpos ágiles. Los joggeadores como yo corríamos entre las multitudes de caminantes. Nos tomábamos la faena en serio. Desde la laguna, un bote de pescadores animaba, cerveza en mano. “Dale sigue, no pares, dale sigue, tú puedes” Yo obviaba el apoyo, la multitud. Iba a algo misterioso, a medirme contra una fuerza. Thays sobre el aire, mi tribu en mi casa, la otra casa de Lucián, fuera de mi control, de mi comprensión. ¿Cómo dejarle un hijo a algo que no comprendes? Nadie existía.
Cayó la noche. Ya estaba de vuelta de cruzar el puente , pero aún faltaba la mitad del trayecto. No lo sabía. Nunca había corrido el 10K. ¡!!Dale que todavía queda un tramo!!! me gritó un corredor del Parque Central que me reconoció. ¿Pero esto donde se acaba? le preguté, emparejándome. “Hay que llegar hasta la Gándara y volver al punto de partida” “¿Tanto?” pensé. “No voy a poder”. Un temor difuso me recorrió el cuerpo. Era la corriente del cansancio. No la había sentido antes. Qué cosa; pensar “no voy a poder” es de inmediato deshacerse, descargarse. El miedo descarga. El miedo es , de hecho, lo que más cansa.
Ante mí, sobre mi carne, se presenció el adversario que andaba buscando.
Cogí aire. Bajé el paso. Me dediqué a sentir mi miedo contra las venas. Contra la carne que se tensaba ya adolorida. Contra el arco de los pies abiertos. Supe de una llaga que se abría lentamente contra mi talón. La carne se abría y la sangre lubricaba el área. “Ahhh, por eso uno sangra”. Una bolsa de agua se hinchó entre las comisuras de mis dedos. La baja espalda comezó a temblar, ella sola. Músculo independiente, se quejaba de un cansancio propio, anterior a los de la carrera. ¿Cargar a los niños? ¿Guardar ahí el temor? El omoplato derecho se salió de sitio. Lo roté. El estómago se contrajo, el pecho se alzó, me entró un segundo aire. Era la bestia que corría, la madre que alcanzaba a sus hormonas, la mujer que quiere ser inmensa y desde esa inmensidad plana y abarcadora, escribir. La meta se veía cercana, con su pachanga de feria. Un camión de agua nos bañó a todos los corredores. Alcé los brazos. Crucé la meta.
Entonces tomé el celular. “Llegué”, le conté a mi marido. Qué bueno, mi vida. ¿Cuánto tiempo hiciste?” “Una hora con diez minutos. ¿Y los nenes?” “Aquí comiendo. Lucián mamá terminó de correr la carrera”. Mario me pone a Lucián al teléfono mientras oigo a Aidara de lejos, gritando. ‘Mamá, ¿ganaste?” me pregunta mi hijo.
No sé si gané, pero le contesto “sí”.
Soy, en mi fuero interno, una mujer desobediente que corre. Que volverá a correr. Cuando el nudo se vaya.
Pero sueño. Como los perros, a veces me despierta el movimiento de mis propias patas en el aire, el vaivén de mi jadeo. He soñado con una larga carrera. Despierto y extraño el sudor.
Jadeante y sudorosa#6
24 de febrero 2008. Maratón 10K Teodoro Moscoso. Catorce mil corredores inscritos. Una elite de fondistas kenyanos encabezan la lista. La número 1535 soy yo.
No sé por qué me decidí a hacerlo. Llevo años diciendo que quiero correr un maratón, pero siempre lo digo como quien difiere eternamente. Pero este 24 de febrero me atreví. Quizás sea la cuarentena de años que me acompaña. Que me susurra al oído “¿para cuándo lo vas a dejar?”. Quizás sea la bebé de 5 meses que reposa en el asiento trasero de la guagua, en el coche, entre mis pechos, y en mis brazos mientras escribo. Quizás sea que la novia de mi exmarido, a la que mi hijo también le dice “mamá”. Tiene 22 años. Ella es una niña casi, con la que casi no puedo hablar. ¿De qué se habla con una niña de 22 años? ¿De productos de belleza, de la moda? ¿De cómo le va en la universidad? Y yo soy esta mujer grande, enamorada de su grandeza- es decir, de sus proyectos, de sus pliegues de hembra parida, de de las muertes con las que carga encima. No puedo ser leve y pretender que no veo las diferencias entre esa niña y yo. No tiene nada que ver con ella; pobrecita. Ella tan sólo quiere querer a alguien y que la quieran. Y quizás haya encontrado a la persona perfecta.
Pero mi hijo le dice mamá.
Le dice mamá. A esa niña …
Esa misma noche, a las 10:00pm llegaba Iván Thays a Puerto Rico. Escritor peruano invitado por mí a dar talleres de narrativa a la isla. Cómplice a quien conocí en Gadalajara (me lo presentó Edmundo Paz) y que se me quedó prendado del alma. Yo andaba preñada de Lucián. El recién se separaba de la madre de su hijo de 2 años. No sabía que dentro de poco, a mí me iba a suceder lo mismo. Hacía 3 años que no lo veía. El 26 de febrero yo cumpliría años de nuevo. La visita de Thays se supone que fuera mi regalo de cumpleaños. Mi auto-regalo. Pero yo quería más…
Me decidí a no posponerlo más. A correr el maratón. A medirme de nuevo las fuerzas del cuerpo. Las animales. ¿Podré? ¿Me desvaneceré en un sopor deshidratado?
¿Me rendiré ante el reto que la vida me impone, que yo he decidido aceptarle a la vida- ser una madre vieja con vocación de escritora, de gestora internacional y con una niña que también cría a su hijo de papás dobles? ¿Podré? ¿Tengo la fuerza?
(¿Quiero ser inmensa como tú, Yemayá?)
No lo pensé más. Abrí la página de internet y me inscribí en el maratón. Se lo informé a Mario, ya mareado de tanta cosa que se me ocurre. Pero mi marido es el siempre generoso. El único hombre generoso que he conocido.
“Hazlo, vida. Corre ese maratón. Yo una vez lo corrí” Y me hace el cuento. Periodista al fin. Generoso pero la fuente de toda historia es él. Así, ególatra y justo, me complace. Generoso y ensimismado, me apoya,. No sé cómo le sale. No sé cómo nos sale. Yo soy igual.
La noche antes fui a buscar mi número, mi camiseta, mi chip de inscripción. Ese chip mediría el tiempo en que correría los 10 kilømetros de la carrera. Esa misma noche llegaba Iván Thays a Puerto Rico.
Me pasé el dia limpiando, preparando comidas para la bebé y para Lucián; para curbrir las mil tareas de una semana que se anunciaba intensa. Dieron las 4 de la tarde.” Prepárate que es hora de llevarte al maratón” me anunció Mario. “Yo mequedo con los nenes”. Me puse mi camiseta, mis tennis, mi chip medidor. Partimos.
El protocolo para participantes pedía que llegáramos al estacinamiento bajo techo de la U.P.R. Unas guaguas nos llevarían hasta el puente. No había tapón. Llegamos a la UPR y Mario me dejó allíˆ. La nena dormía.Lucián estaba extrañamente tranquilo. Yo tomé la guagua para participantes. A medida que me acercaba me dí cuetna de la magnitud del evento. Compañías completas enviaban delegaciones de empleados para que corrieran el maratón. Había representación de escuelas católicas, de asociaciones de veteranos e impedidos- un señor parapléjico correría para protestar la falta de servicios de transporte para gente como él. Había corredores de 70, 80 años, demostrando que la vejez tiene potencialidades. Había familias enteras con botas de vino caminando el evento. Una cuadra entera de vecinos se instaló a mi lado y me contó que este era el quito año consecutivo que corrían el maratón. “¿Por qué?” les pregunté. “Porque sí”, me respondieron. “Porque es divertido y mejora tu calidad de vida” agregaron. Lo mismo que decía la hoja de publicidad.
Aquello era multitud. Quise seguir preguntando. “Porque me divorcié el año pasado”, “Por que quiero medirme con los kenyanos”, “Porque siempre quise formar parte de un evento así, “Una vez empecé a correr, no he podido parar de hacerlo”. Yo, viciosa de la brea, me hice hermana de este último comentario. No se puede parar de correr. Una vez uno se detiene, al mundo se le detiene algo.
Por el autoparlante empezaron los gritos, la música estridente, el himno, la bandera. Sonó el disparo. Los siete kenyanos, flacos como un estilete, arrancaron a correr. Eran gacelas, todas un músculo tenso y largo que danzaban por la superficie de la carretera. De un puente. El Teodoro Moscoso se estiraba largo entre las orillas de la laguna San José y los mangles del aereopuerto. La tarde caía tibia. El agua esmerilada recogía los últimos rayos del sol. Todo así, bello, era retratado por las grandes pantallas de proyección del evento. Cada acción era inmediatamente convertida en imagen. Espectáculo para todos, desde todos.
Yo intentaba no ver, sentir, sudar.
Nos tocó el turno a los aficionados y corrimos. Corrí hasta el otro lado de la laguna, sin cansarme. Gente parada a las orillas del trayecto, animaba a sus familiares. Los semipro volaban por los carriles externos. Zancadas largas, cuerpos ágiles. Los joggeadores como yo corríamos entre las multitudes de caminantes. Nos tomábamos la faena en serio. Desde la laguna, un bote de pescadores animaba, cerveza en mano. “Dale sigue, no pares, dale sigue, tú puedes” Yo obviaba el apoyo, la multitud. Iba a algo misterioso, a medirme contra una fuerza. Thays sobre el aire, mi tribu en mi casa, la otra casa de Lucián, fuera de mi control, de mi comprensión. ¿Cómo dejarle un hijo a algo que no comprendes? Nadie existía.
Cayó la noche. Ya estaba de vuelta de cruzar el puente , pero aún faltaba la mitad del trayecto. No lo sabía. Nunca había corrido el 10K. ¡!!Dale que todavía queda un tramo!!! me gritó un corredor del Parque Central que me reconoció. ¿Pero esto donde se acaba? le preguté, emparejándome. “Hay que llegar hasta la Gándara y volver al punto de partida” “¿Tanto?” pensé. “No voy a poder”. Un temor difuso me recorrió el cuerpo. Era la corriente del cansancio. No la había sentido antes. Qué cosa; pensar “no voy a poder” es de inmediato deshacerse, descargarse. El miedo descarga. El miedo es , de hecho, lo que más cansa.
Ante mí, sobre mi carne, se presenció el adversario que andaba buscando.
Cogí aire. Bajé el paso. Me dediqué a sentir mi miedo contra las venas. Contra la carne que se tensaba ya adolorida. Contra el arco de los pies abiertos. Supe de una llaga que se abría lentamente contra mi talón. La carne se abría y la sangre lubricaba el área. “Ahhh, por eso uno sangra”. Una bolsa de agua se hinchó entre las comisuras de mis dedos. La baja espalda comezó a temblar, ella sola. Músculo independiente, se quejaba de un cansancio propio, anterior a los de la carrera. ¿Cargar a los niños? ¿Guardar ahí el temor? El omoplato derecho se salió de sitio. Lo roté. El estómago se contrajo, el pecho se alzó, me entró un segundo aire. Era la bestia que corría, la madre que alcanzaba a sus hormonas, la mujer que quiere ser inmensa y desde esa inmensidad plana y abarcadora, escribir. La meta se veía cercana, con su pachanga de feria. Un camión de agua nos bañó a todos los corredores. Alcé los brazos. Crucé la meta.
Entonces tomé el celular. “Llegué”, le conté a mi marido. Qué bueno, mi vida. ¿Cuánto tiempo hiciste?” “Una hora con diez minutos. ¿Y los nenes?” “Aquí comiendo. Lucián mamá terminó de correr la carrera”. Mario me pone a Lucián al teléfono mientras oigo a Aidara de lejos, gritando. ‘Mamá, ¿ganaste?” me pregunta mi hijo.
No sé si gané, pero le contesto “sí”.
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