jueves, 23 de agosto de 2007

Decálogo del escritor/ por Augusto Monterroso




Augusto Monterroso es mi escritor favorito de todos los tiempos. Lo que quiero decir es que , por temporadas, me enamoro de uno o de otro escritor, pero vuelvo a donde Augusto Monterroso. Le soy fiel, a mi manera. Recuerdo cuando me lo encontré, por casualidad , en el restaurante Sambourg de México D.F. Fui corriendo a que me lo presentaran y a sobarle las manos. Es una manía que tengo, la de agarrarle firmemente las manos a escritores que respeto y "sobárselas" por un rato; a ver si se me pega algo de su genio, que definitivamente reside entre los dedos de un escritor. Se lo he hecho a Wole Soyinka (quien siempre que me ve acercarme farfulla- "here comes this troublemaker"), a Jorge Edwards (que se asustó muchísimo y se puso colorado- imagínense- una prieta caribeña desconocida sobándole las manos al afamado escritor/lord chileno) y a Jorge Amado (lo que me valió un pellizco de su señora esposa- una doñita aún más baja que él y con bigote). Creo que Vargas Llosa también ha caído presa de mis excesos. Y Elena Poniatowksa. Y Toni Morrison (no discrimino). Con Edouard Glissant me prospasé en contubernio dactilario(tiene una esposa francesa jovencitiiiita que no intimida nada de nada) pero con Derek Walcott no me atreví, porque su esposa alemana es más grande y más fuerte que yo. Me hubiera tumbado al piso de un solo puñetazo.

De mínima estatura, cara redondísima y con espejuelos, Augusto Monterroso recibió mis excesos manuales con una sonrisa tímida y un evidente sobresalto. Por mí, me le hubiera echado encima, pero temí asfixiarlo con el tetamen, que le llegaba justo a la nariz. Así que recobré mi compostura y le dije 'Es un verdadero honor conocerle" y me lancé a hablar de su texto "La letra 'E'", libro que leía y releía en aquel momento. El me escuchó unos instantes , bajó la vista y miró con delicadeza su reloj. Yo me dí por enterada y dejé de hostigarlo. Augusto Monterroso prosiguió su velada con sus amigos.

Augusto Monterroso murió en el 2003. Recibió un Premio Cervantes, creo, o un Príncipe de Asturias, no estoy segura. Estoy bien contenta de no haber desaprovechado aquella oportunidad de sobarle las manos, de agradecerle su genio.

En verdad, no sé por qué me gusta tanto lo que escribe. Existen escritores mejores, más consecuentes, de obra más contundente y profunda (como Coetzee, o Paul Auter a quienes, se los juro, no descansaré hasta requetesobarles cada huella dactilar). Sin embargo, las fábulas , máximas, ensayos y cuentos del guatemalteco Monterroso se me presentan como joyitas para ser degustadas con el ingenio del inteligente y del travieso.

Quizás es que me identifico. A fin de cuentas, Monterroso era un escritor pobre, autodidacta; hijo de carnicero, nacido en un país chiquito de quebradizas tradiciones literarias. Su predilección por los clásicios griegos y latinos (él mismo lo explica) está alimentada por la carencia. Eran estos los únicos libros que se encontraban en los anaqueles de las bibliotecas públicas guatemaltecas de los años 30 y 40. Luego vino el exilio, los trabajos como traductor y periodista, las obritas publicadas aquí y allá, cuando ser buen escritor no era ser esto de ahora, este saber montarse en timbiriches publicitarios y venderse, venderse, vender... Pero bueno, no quiero romantizar lo que no he vivido. Debajo de toda romantización late una profunda ingenuidad, un profundo desconocimiento.

Pero sí, me gusta Monterroso. Me gusta su ingenio, me gusta su genio y me gustaron sus manos. Lo leo y lo releo cada vez que puedo. Sigo encontrando lecciones en sus consejos.

Hoy me llegó esto por internet- me lo envió Juan Luis Ramos, miembro de la Asociación de Escritores Universitarios. Y se me revolcaron los recuerdos, el hambre y la predilección por Monterroso. El fue el culpable de este escrito; de esta disquisición que no puedo publicar en los periódicos ( a nadie le interesa lo que lee una escritora, sino lo que escribe/escribe/escribe- como si leer y escribir no fueran caras de una misma moneda). Pero gracias a los dioses que existen los blogs. Quizás este espacio (virtual- intergaláctico- energético) sea la mejor manera de rendirle homenaje al genio de un escritor muerto, agradecerle sus escritos, volverle a tocar las manos.

Comparto con ustedes a Monterroso, quien se burla de Horacio Quiroga con su

Decálogo del escritor:





Primero.

Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Segundo.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.

Tercero.
En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: "En literatura no hay nada escrito".

Cuarto.
Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.

Quinto.
Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.

Sexto.
Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.

Séptimo.
No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.

Octavo.
Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.

Noveno.
Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.

Décimo.
Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.

Undécimo.
No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.

Duodécimo.
Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.

El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.