jueves, 20 de septiembre de 2007

CONTRA LA VIRGINIDAD



especial par El Nuevo Dia


Ahora que soy madre de una hija, repienso y afirmo mi profundo rechazo contra la virginidad. La virginidad santifica a toda mujer y la convierte en esclava de su virtud. Esa dichosa "telita" es donde se deposita no tan sólo la moralidad de una muchacha, sino la de toda una familia. No es justa la carga. No permite que se tase a una mujer por otra cosa que por su cuerpo.¿Y qué de ella? ¿Qué de su inteligencia, de sus pensamientos, de sus acciones, de sus deseos?

No lo puedo evitar, señoras y señores. La virginidad me apesta. Apesta a cuarto cerrado, a justificación ahistórica de una conducta falsamente “decorosa”. Nadie habla de las condiciones específicas que dieron orígen a nuestra práctica actual de la virginidad. El cuento es simple. Si partimos de la tradición judía, la virginidad era practicada para asegurar la línea de descendencia del padre- es decir, para dejar constar que la muchacha recién desposada paría hijos de su marido y no de un atacante, o de un tío incestuoso o de un amante (las esclavas no tenía derecho a la virginidad). A esta necesidad patriarcal se le fueron adjudicando todas las cargas moralizantes de lo “virginal”. Y también los más severos castigos. Una muchacha que no llegaba virgen al matrimonio podía ser matada a golpes, a pedradas o a cuchillazos por su padre o por su esposo.

Quiero además recalcar el sustantivo de “muchacha”. La virginidad era una obligación de las féminas en edad casamentera. Según la tradición judía, esa edad comenzaba a los doce, trece años. Es decir, que en el origen de la tradición de la virginidad, una niña pasaba a ser mujer a veces antes de su primera regla. La “adolescencia” (y por consiguiente, el problema de los embarazos adolescentes) no existía porque no había tiempo para “adolescer”. Ya a los catorce una muchacha era una mujer- es decir, una paridora de descendencia y de mano de obra. Su rol social se limitaba a eso. Es ahora, tan recientemente como en el siglo XX, cuando una mujer común y silveste puede ser otra cosa que una niña, una madre o una virgen.

Y todavía nos matan por ello.

“¿Y qué del ejemplo de María?”se preguntarán algunos católicos. Bueno, pues veamos a María en su justa perspectiva. Cuando se convirtió en “la Madre de Dios”, María debería contar con escasos 14, 15 años. Además, debería haber estado muerta. José la aceptó, aunque ella cargara el hijo de otra Entidad que no fuera él. La mera sospecha de adulterio o de falta de virginidad hubiese sido suficiente para que José la delatara y para que María fuese apedrada. Además, según la antigua ley judía, una mujer no tiene identidad legal para reclamar nada si no es por conducto de su marido. ¿Cuántas veces fue María sola a interceder por su hijo? ¿Quién fue sola a buscar el cuerpo de Jesús a la tumba? María no era ninguna boba, como los patriarcas de la Iglesia nos la han querido pintar; es decir, no era ninguna "virgencita". Era una hembra de carácter.

Pero también estaba Santa Tecla- la Virgen que ayudó a Pablo a esparcir el Evangelio. Ella sí decidió quedarse virgen- es decir, no tener dueño, no casarse, para poder entregarse a la docta discusión de las Escrituras y del Saber. Por ello enfrentó martirio. Por esa misma razón Hildegarda de Bingen, Sor Juana Inés de la Cruz y muchas otras monjas y abadesas del Medioevo y del Renaciiento decidieron casarse con Dios. Al menos Dios las dejaba estudiar, leer, pensar, publicar sus escritos. Ser otra cosa que cuerpos. Ah, Dios… el marido perfecto.

Nada, que nuestras pobres ancestras tuvieron que escoger entre el deseo y la libertad. Entre los libros o los hijos- como se mofara Nietzche cuando discute la estupidez de las mujeres sabias. Pero hoy, muchas mujeres nos atrevemos a no escoger. Nos atrevemos a querer ser madres, amantes, intelectuales, profesionales, esposas y mujeres libres. Nos atrevemos a querer ser mujeres sin dueño, aunque nos la cobren caro.

Nadie dijo que la libertad estaba en rebaja.

Me imagino que eso le contaré a mi niña cuando nazca. “Sé libre, mi amor; que tu moralidad sea otra forma de zafarte de cadenas.” Y cruzaré los dedos para que ella entienda y se proteja de aquellos que quieren quitarle su libertad. Que se proteja hasta de mí, si es necesario; para que vuele alto, para que llegue a donde yo no pude llegar.

Yo la voy a respetar por eso. Espero que la sociedad en la que le toque vivir también le respete su valentía, su independencia de criterio, su carácter. Y que los hombres no se la cobren caro (en soledad, en violencia, en abandono, en insultos). Que nisiquiera tenga que pasar por las etapas de profunda rebeldía por las que tuve que pasar yo para hacerme mujer. Que nunca tenga ni que plantearse el problema de su virginidad. Eso sería perfecto, el mejor regalo para mi niña, mi hermosa, hermosa niña, fuerte, propia, libre mujer.