viernes, 26 de agosto de 2011

JADEANTE Y SUDOROSA- POST IRENE


Han pasado 3 días desde que la tormenta tropical Irene azotó la isla en la que vivo. Hoy es el segundo dia en que amanece soleado. No perdón, es el primero. Han habido tantos dias lluviosos que ya pierdo la cuenta de los infrecuentes días en que hace sol.

Por las lluvias y algo en mí que no logro descifrar, he dejado de correr en estos meses. Camino. Camino horas enteras. Siempre cerca del mar. No me duele nada, no estoy sobrepeso, no me ha atacado de nuevo la fascitis plantal. Simplemente se me han quitado las ganas de correr. O eso creo, eso sospecho. Pero hoy es diferente. He estado 3 dias sin luz, encerrada en casa con los nenes, comiéndome por dentro. Devorándome. No aguanto tantos diás encerrada. Tengo cabin fever de la mala; de la que me daba cuando tuve que pasar tres años en Itaca, NY, estudiando el doctorado, rodeada de nieve, frio; de esa extraña soledad que sólo sienten los estudiantes graduados provenientes del Caribe, cuando se van en pos de un doctorado que les asegure un trabajo acá abajo.

La tormenta nos cogió desprevenidos. Hace unas semanas, el gobierno hizo alarde y tomó precauciones desmedidas por el paso de Emilia. Se cerraron oficinas gubernamentales, se suspendieron clases, se impuso la ley seca y no cayó una sola gota de lluvia. El gobernador fue el hazmerreir de cuanto medio de opinión pública, vestido con su capita amarilla de boy scout cuando ni siquiera llovía.

Ahora, la historia se desenvolvía como siempre se desenvuelve la historia, implacable. Irene arrasó con la isla, dejando a decenas de gente sin hogar. Una doña que intentó cruzar un puente fue arrastrada por un golpe de agua. El primer muerto de Irene. Todavía hay sectores enteros de la isla sin luz y, peor aún, sin brigadas de rescate para que les reconecten el servicio. La crisis fiscal que desató a la ley 7 deja sentir sus efectos. Todos aquellos "empleados públicos" cesanteados nos están empezando a hacer una falta terrible.

Todos aquellos empleados públicos cesanteados. Todos estos desempleados; entre ellos, mi marido.

Irene nos cogió desprevenidos. A mi familia en particular, con el desempleo a cuestas. La cosa se puso mala en el periódico donde trabajaba. Mario se asustó, buscó trabajo en el Caribbean Business. No duró dos años. El plan era sacar la elusiva reválida. Mi marido es un tipo espectacular, en serio. Se merece todo el apoyo del mundo, el mismo que él da.

-No te preocupes, Mario, yo te cubro estos tres meses. Tú estudia para la reválida.- le dije entonces.

Pero la reválida es en septiembre, y el plan está empezando a pesar de más.

Mario insitía en que había que comprar gas, provisiones. Yo cogí agua, saqué las linternas y me rehusé a hacer la consabida compra de huracán. Que no, que lo más seguro no va a hacer falta. Que no voy a gastar el poco dinero que nos queda en hacer compras de emergencia que de seguro se queda guardadas en la alacena. Que no va a caer ni una gota de lluvia. Que estoy harta de vivir en un país que rueda de crisis en crisis, sin detenerse ni a respirar.

Pero Mario no me hizo caso. No sé de dónde sacó el dinero, pero regresó con dos neveritas llenas de hielo, un tanque de gas, un montón de botellas de agua (mira que se lo dije, que no iban a hacer falta)y un montón de latas de comida. Subió a la terraza y metió todas las plantas a resguardo, en lugar seguro. Aseguró cualquier objeto que pudiera salir volando. Como siempre, se excedió. Pero esta vez, tuvo razones para hacerlo.

Me pasé un dia y medio poniendo todo de nuevo en su lugar, peleando con Mario, encerrada en la casa, sin luz, dándole comida de lata a los nenes; con una pila de toallas mojadas y sábanas meadas por la nena. Maldita sean las jodidas tormentas.

Pero hoy hace sol. La luz todavía no llega, pero al menos no llueve. Hoy me tiro a la calle con un plan diferente. Quiero ver si puedo correr. Necesito correr. Quiero sudar a Irene.

Sin embargo, estoy consciente de que estoy fuera de práctica. Debo comenzar con calma, tranquila; comenzar estirando. Afuera de la casa me encuentro con Cheo, el que limpia los patios del vecindario. Siempre anda con la esposa, una mujer grande, clara para ser negra, muy seria y profesional. Ella es la que le hace relaciones públicas a su marido. Viven en Loiza. Yo los había llamado la noche anterior para que me ayudaran a recoger el berengenal que se nos formó en el patio- ramas, agua, hojas, pedazos de techo del edificio circundante... todo hecho una gran melcocha. Llegaron temprano.

- Y eso que allá en Loiza hay sectores por los que todavía no se puede cruzar. La carretera de Vacia Talega está inundada y llena de arena. Por poco se mete el mar.- me cuenta la esposa de Cheo.

-¿Pero tan fuerte los azotó el temporal?

- Si oiga... Irene por poco nos tumba la casa. Nosotros vivimos en el Pueblo, detrás de la Iglesia. Cuando anunciaron tormenta, pensamos que iba a ser como la anterior. "Vamos a quedarnos aquí" dijimos. Y nos quedamos. Al principio, nada, lluvias, vientecito. Pero como a las 2 de la mañana, la cosa apretó. El viento acostó a los árboles contra el suelo y la casa empezó a temblar. Nos dio miedo de que las ráfagas nos levantaran el techo de zinc. De una plancha que se fuera, se nos iba el resto de la casa.

- ¿Y sus vecinos?

-Hay como 15 familias que lo perdieron todo. La gente está nerviosa, con ganas de pelear, de dejar pegado a alguien. Por eso cogimos tempranito para acá. Usted sabe lo malas que están las cosas en Loiza. Los del Pueblo no pueden pasar a las Carreras, ni los de Carreras a Miñimiñi. Por ahí andan los muchachos en bibicletas, sin nada en qué caerse muertos y con escopetones más grandes que ellos mismos, buscando pelea.

- ¿La pelea es por drogas?

-Ay mire, Doña Mayra, yo ya ni sé. Ni sé ni me importa. Estoy loca porque se metan los federales y se los lleven a todos. Ahora, con este huracán, se está terminando de revolcar el avispero.

Mis planes cambian, aunque solo por unos minutos. Encerrada, sin luz ni nada qué hacer, usé uno de los días más recios de la tormenta para recoger el armario de los nenes. Saqué bolsas de ropa que no les servía. No lo hice a drede, más bien actué por puro impulso. Ahora, sin embargo, sabía para quién había recogido esa ropa durante el hhuracán.

El impuslo atávico. Cada ráfaga me recordaba que era hija de los huracanes. Hugo, Georges, categoría 2, 4. Mi padre montado en camiones de la guardia nacional, recogiendo refugiados, llevándoselos a los albergues. Yo, envuelta en la consabida capa amarilla, detrás de él. Los vecinos haciendo calderos de comida para todo el mundo, tirando líneas de electricidad de casa en casa. La lluvia, ese sonido de ramas de crujen y salen volando por los aires. El huracán.

He sobrevivido decenas de fenónemos de este tipo. O, más bien, debo aclarar, he tenido la suerte de sobrevivirlos. La suerte de vivir en una isla colonizada en medio del Caribe,con suficientes casas de cemento e infraestructura subvencionada por fondos federales como para sobrevivir decenas de huracanes.Debo aclarar. Con culpa debo aclarar; con esa culposa vergüenza que siempre acompaña a los colonizados.Y esa extraña furia.

Algunos pueden dormir durante la tormenta entera. Yo nunca he podido. Algunos salen de la tormenta a ayudar, otros a matar. Una no queda exactamente igual después de una tormenta.

Pero , de alguna manera, hay que caer en tiempo.

El truco consiste en no quedarse tranquila. En no dejarse invadir por la furia de los vientos. En matar las largas horas de la espera y, aún cuando hay aparente calma, en no dejarse engañar y seguir esperando hasta que pase la última de las ráfagas de viento. En jugar juegos de mesa con los niños, llamar a los vecinos con plantas de luz, a ver si les llegó la señal del televisor y saben por donde anda el huracán; en oir la radio. En que el huracán no te coja sola en la casa. En que tengas una buena casa que resista el embate de los vientos. Y tener agua, y una estufa de gas (Mario tenía razón) y en no perderlo todo, para entonces no tener que sobrevivir las ganas de acabar de perderlo todo. La furia, una furia inmensa, que llueve sobre mojado, es la cola del huracán.

Me cuenta mi abuela que en sus tiempos, detrás de cada huracán venían las epidemias.

Subo de nuevo las escaleras. Bajo con dos bolsas plásticas llenas de ropa y se las entrego a la esposa de Cheo.

-Mire a ver si allá en el pueblo a alguien les puede hacer falta. Cuando llegue de correr, reviso mi closet a ver qué encuentro.

-Si, no se preocupe. Nosotros se las llevamos al párroco de la Iglesia

- Y allá arriba tenemos dos tanques de agua.

-Eso sí que lo necesitamos.

-Pues cuando regrese de correr, bajamos uno y se lo llevan.

Cheo llamó a su señora para que le ayudara a recoger el emplaste de hojas que acababa de barrer. Yo apreveché la pausa.

Casi ni estiré, antes de empezar la carrera.


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