sábado, 15 de marzo de 2008

JADEANTE Y SUDOROSA #4:PASEO LA PRINCESA






Paseo de la Princesa- Viejo San Juan



Hace dos siglos, el Paseo de la Princesa era ruta bligada para las casamenteras. Con chaperona a diesta o a siniestra, las señoritas de bien iban a pasearse por las amplias alamedas que daban a la bahía de San Juan. Habían pequeños barcarolas que los caballeros rentaban por centavos. Invitaban a sus enamoradas a deslizarse por las aguas de la bahía, a ver negritos sumergirse por monedas, a contemplar los distantes palmares de la Isla de Cabra, antigua colonia de leprosos.

Pero a finales del siglo XIX, el Paseo se fue maleando. Los trechos de la bahía se llenaron de ”muchachas independientes”, de soldados, de obreros de los puertos envalentonados por las victorias del Partido Unión (recientemente rebautizado Republicano) y su discurso en pro de los trabajadores. El sindicalista Mauleón (español) entró montado a caballo en el exclusivísimo salón de La Mallorquina. Los criollos perdían preeminencia y el respeto que se les debía como antiguos amos. De nada valía meter presa a la peonada. Los alguaciles de las cárceles, también militantes unionistas, soltaban a los ofensores a las horas de haber sido ingresados.


Eso era lo peor. Los ingresados- una turba de sirvientas ladronas, lavanderas cortacaras , hacedores de camino borrachos y buscacullas, atraían el crimen a la cuidad. Apiñados en zaguanes calcitrosos , los pobres seguían exhibiendo sus conductas reprochables por las calles. Las revendonas de viandas o las lavanderas de Puerta de Tierra y HoyoPrieto, no dejaban de merodear calles como gatoshambrientos. Se contoneaban, robándole a las casamenteras las castas miradas de sus enamorados. Olían, hedían, bebían, follaban en las esquinas mugrientas. No había hombre que las pusiera en cintura. No había moral que las contuviera.

Hoy corro por el Paseo de “La Princiesa”. Son las 7:00 de la mañana. Es día de fiesta. El aire huele a basura de mar. He dejado a los nenes con Mario. Los adoquines resbalan, mojados, contra los gomas un tanto peladas de mi guaguita de mamá. Pronto cumpliré 42 años. Temo por la pérdida de mi fuerza, o no. No temo, dudo. ¿Seré aún la yegua briosa? ¿Se alojarán entre mis carnes esas fuerzas de animal salvaje que me hacen la negra dura y trinca que aún pretendo ser? Ah, la carne y sus misterios, sus hermoso afán de animal encadenado. Exijo el respeto que otorga la razón, que se me valore como ente que piensa, que reflexiona. Pero no quiero perder esa cosa sagrada y destelleante que habita en el músculo tenso, en el nervio que vibra, en la bestia que soy.

Busco estacionamiento en la calle detrás del Arsenal, entre el Museo de la Puntilla y la Guardia Nacional. Me bajo, estiro, corro.

El Paseo de la Princesa ahora se extiende hasta la batería flotante al final de la Bahía de San Juan. Esa batería fue la primera edificación de lo que luego se convirtió (250 después) en el Castillo San Felipe del Morro. No sé qué gobernador (todos coloniales- eso no ha cambiado) comenzó las obras del Paseo de la Princesa, no importa quién las terminó. Pero les quedó bonito. La restauración de la antigua cárcel hoy, oficina de Turismo, la estatua de la ninfa nativa rodeada de delfines y jibaros en medios de chorros de agua que salpican contra el viento, los paseos peatonales entre el mar y la antigua muralla, los enormes ficus, la escultura de picos inquisitoriales que queda detrás del Convento de las Carmenlitas, la Puerta de San Juan. Ls tardes de domingos , el Paseo se llena de familias, de artesanos, de saltimbanquis que hacen magia para los transeúntes. Pero hoy es receso laboral, fin de samana largo, siete de la mañana. Sólo los barrenderos municipales están despiertos. Me ven correr, miran hacia el suelo. Insisten en hacerse invisibles. Yo ni intento saludarlos.

Me instalo en un paso cómodo. No sé exactamente cuán largo es el paseo y no me quiero quemar. Pronto serán 42 febreros. Tengo que medir a la bestia, hacerla salir de a poquito. ¿Cuántas millas será el recorrido? A juzgar por los otros días, en que fui a caminar el Paseo con la prole completa, es larguísimo. Lucián insistía en correr detrás de un globo verde. Mario, en que a los nenes no los picaran los Aedes Aegiptis. Leilita, la ahijada adolescente de mi marido, nos visitaba desde Ponce. A cada rato decía- ¿Por qué no me vengo a vivir acá? ¿Por qué no?. El Paseo se le hacía feria . La gente, los helados, los artesanos, un malabarista… Aquello estaba lleno de vida. Y eso que Ponce tiene bastantes lugares de esparcimiento al aire libre. La Guancha, la plaza, el Parque de Bombas, el Parque Monagas. Pero la gente insite en quedarse en sus casas, viendo televisión. No los transita. No los corre. No tientan a la bestia. Será el calor.

Alcanzo la rotonda de la fuente y parto hacia la Puerta de San Juan. Atrás queda la cárcel “La Princesa”. Tengo 8 años. No sé dónde anda mi mamá. Sostengo la mano de mi padre, es un momento milagroso. Subimos la empinadísima calle que queda a un costado del Banco Popular. El Banco fue el culpable de que en los años 40 echaran al piso la muralla que cercaba a la antigua cuidad colonial. Puerta de la Bahía. Mi padre, maestro de historia, me lo explica. Yo camino suspendida por las pulsaciones, los sudores de su mano contra la mía.

De repente mi padre me alza en vilo. Me apoya contra las paredes rugosas, restos de esa muralla. Me dice “Mira Mayra, esos son los presos, los condenados de las Tumbas”. La canción de Maelo en el 8 track de mi padre se apodera de mis oídos . La samba-son resuena en el interior del Malibú color guineo con que Juan Santos-el campeón bate, negro parejero y hermoso, crucea las calles de Carolina, “buscando yeguitas”, rie. Yo miro. Cuatro cuerpos oscuros, envueltos en una tela gris, caminan por un patio interior. “El patíbulo” me explica. “Hace mucho tiempo, antes de que tú y yo naciéramos, ahí colgaban a los presos condenados a muerte.” Los brazos duros de mi padre me alzan contra la muralla. Sus manos me sostienen por debajo de los brazos. La carne se tensa con el esfuerzo, la mía, la de él, la de un cuello contra una soga, la de los presos soltando los músculos de la espera en el patíbulo de la Princesa, la de los trabajadores que una vez tiraron a tierra una gran muralla. La de unas manos asesinas contra el puñal o el gatillo. La eterna pulsación.

El mar lame las piedras, el lomo ondulante del mar. Yo me mido contra esas ondulaciones. Marco mi resistencia. Mi respiración se confunde con el rumor de las olas, el ulular del viento, los pájaros en vuelo. Todo respira. Ya voy por la Puerta de San Juan. Agarro la bajadita que me conducirá al otro lado de las murallas. Más adelante, un cuerpo oscuro también corre. Tengo doce años, intento alcanzar a mi padre. El va alfrente, a paso corto, entrena. Yo lo sigo. Me ahogo. Quiero llamarlo pero no puedo. No tengo resistencia. El corre más rápido que yo. Tiene las piernas más largas, es más agil. A fin y al cabo tan sólo soy una niña asmática y torpe, con unos grandes lentes de miope , a quien le encanta leer libros y escribir poemas de amor a muchachos que ni la notan. Mi padre es un hombre bello; el primero de esos muchos que no la notarán, que ella se empeñará en que la levanten por encima de una muralla, la suden completa. En fin, Freud y el id. ¿Tiene todo que tener a la bestia como explicación?

Miro el reloj. Tan sólo quince minutos y ya estoy terminando mi trayecto. “Esto debe ser como de milla y media” pienso. El pecho se me hunde a causa de una pequeña desilusión. Deseé más reto. Que el trayecto se alargara más allá de mis posibilidades, un calambre, motivos para la torcedura, un pequeño agón. Nada. Mi cuerpo rebota ligero contra los adoquines. No me aprieta el pecho. Puedo correr más, darle la vuelta entera a la isleta si me esmero. Ya no soy la niña ni la adolescente ansiosa. Soy la mujer. Cuarentaydos años y ahora es que se manifiesta mi fuerza . Soy la paridora, la que escribe, la que se suda a su macho y se lo goza, la que corre en las mañanas- toda una dama Geritol. Y no es cierto. No soy la vieja. No me toca todavía. La bestia tiembla contra los adoquines , contenida entre el mar y mi carne. La bestia ondula entre mis muslos, me alza las nalgas firmes, me las suda. La bestia es el roce y el recuerdo, es el silencio que me preña mientras corro. De mí misma me preña, de mi respiración. Vibro.

Llego hasta la baatería flotante. Una tarja explica que desde ese punto se abría el fuego cruzado contra los ataques de piratas y corsarios. Desde el Fortín de Isla de Cabra, al otro lado del mar, respondían también con cañonazos. Los soldados calentaban las balas y apuntaban contra el agua, para que los misiles rebotaran y dieran contra el bajel profundo , donde hacían más daño. Ese trecho debe estar cundido de naugrafios.

Emprendo camino de vuelta. Cuando regrese a la rotonda de la fuente no habrán pasado ni 30 minutos. Puedo correr más. Decido que lo haré, que puedo hacerlo. A que llego hasta los puertos donde desembarcan los cruceros. Una sonrisa sudada se me dibuja en los labios. Aprieto el paso. Cuando llegue a "La Princesa" spritearé.