“¿Cuál es tu problema , cabrón, cuál es tu problema? Por eso eres un muerto de hambre”. Un señor canoso y gordo se baja de un Mercedes del año. Es inmenso. La barriga le chorrea como una casacada de grasa sobre la correa, sobre la cintura de un pantalón marrón. Gesticula al muchacho que desde un carro japonés le saca el dedo. Le tiembal las carnes. El muchacho le vuelve a tocar bocina. El gordo inmenso repite su insulto y se agarra la cintura del pantalón. Se la sube. Yo decido terminar de hacer flexiones y empezar a correr. Son las siete de la mañana.
Agarro la Macleary que a la altura del Hospital Presbiteriano se convierte en la Ashford. Primero camino, rápidamente , agitando manos y pies, para entrar en calor. Luego empiezo a correr a trote lento. Tratabillo, tropiezo, me duele cada falang e de los dedos de los pies. Es el peso. Ya he bajado 15 libras- en esta isla de mierda todo se cuenta en libras. Serán como unos siete kilos. Siete kilos- pienso. Si estuviera escribiendo para que me leyeran en Europa escribiría”siete kilos”. Me comienza a bañar el sudor, aprieto el paso.
Doblo por la Luchetti. A la altura del parque Estela Maris me topo con un choque. Una guagua de carga se estrelló contra un árbol. Alrededor de ella un grupo mixto de señoras que pasean su perrito, guardias de seguridad y obreros de la construcción se arremolinan en lo que llega la policía. Las señoras todas rubias. Los obreros, oscuros; de todas las tonaidades de la mezcla con el negro. Unos cuantos se viran a ligarme las nalgas cuando paso al trote. No los miro.
Cruzo el parque. Junto a la acerca, un señor está aparcado en un carro verde con la pintura veteada por el uso y el salitre. Siempre que corro por esta ruta lo veo. Espera. Yo le paso por el lado, como todos los martes, jueves y domingos. Gafas oscuras, camiseta a cuadros y mahón,- debe tener unos cincuenta años, quizás sesenta. Las manos gruesas, callosas, reposan sobre la palanca de los cambios. El señor me mira. Yo intento una sonrisa de reconocimiento. El don cambia la vista. Así, mirando para otra parte, se toca el bulto entre las piernas. Yo dudo en que he visto lo que vi, pero sigo de largo.
Ya estoy llegando al final de la Luchetti. El acostumbrado caucus de muchachas de servicio se empieza a arremolinar, como todas las mañanas. Las sirvientas son inmensas, gordas. Mucha joyería de oro en las manos- pulsos, pulseras, cadenas de oro. Esclavas en los tobillos. Los muchachos de la construcción les pitan, ellas sonríen y mascan chicle; hablan por los celulares. Los muchachos de la construcción. Trabajan en la remodelación del Hotel La Concha que el gobierno recientemente ha privatizado. También trabajan en la remodelación del Condado Vanderbuilt- otro hotel que el gobierno recientemente vendió a desarrolladores privados. Ultimamente, hay mucho trabajo en construcción.
Una grua inmensa me corta el paso. Tengo que tirarme a la calle. La grua derrumba los remanentes de una licorería. Un gran letrero anuncia que pronto se construirá un edificio de 11 apartamentos- uno por piso. Terminaciones de lujo, pisos de mármol, cada apartamento está valorado en 1 millón cien mil dólares. Cruzo hasta el parquecito de enfrente . Dos deambulantes duermen sobre sus banquillos.
Siete y cuarto. Sólo me falta el tramo frente al parque Ventana del Mar hasta el puente dos Hermanos. Los Hermanos Benh. Durante el siglo pasado compraron quintas a las afueras de la cuidad murada para desarrollarlas. Casas de prominentes industriales, doctores, hermosas quintas para la aristocracia criolla- todos tuvieron residencias allí. Ahora, sus lotes se han convertido en hoteles con casinos, restaurantes, edificios multipisos, licorerías y bares de regaetón. Aprieto el paso. Es hora de correr contra el reloj. Los croupiers bajan de los hoteles. Refulgen sus pieles pálidas, efecto de las fluorescencias del neón. Se mezclan con los otros seres tempraneros que esperan transporte público- estudiantes, los retirados, enfermeras del Presbiteriano, guías turísticos. Dos Mercedes cruzan la avenida – ventanas arriba, aire acondicionado. Se respira un aire freso condimentado por el salitre y por el olor de la basura que recién baja de las casa de lujo. Un gran camión de basura revuelca el olor acre a frutas demasiado dulces y a carne que comienza a pudrirse.
Miro cuidadosamente que no venga zafao ningún carro. Tengo dos nenes pequeños. Esta carrera es el desconecte necesario- con la lactancia, con las aspiraciones desesperadas, con el exmarido, que se ha llevado al niño a pasar las vacaciones de Navidad a casa de su novia de 22 años, con la recién nacida en brazos del marido nuevo, con que quiero escribir algo nuevo, otra cosa que no me sale. Ultimamente la nena está estornudando mucho, pienso- ojalá no sea otra bronquiolitis o se jodió la literatura.
No voy a cruzar el puente. Ya el pecho me está empezando a doler. Leche, me digo, y eso anuncia mi regreso. Debo regresar y dar pecho. Pero ya he bajado 7 kilos, 15 libras. Libras, kilos, asimilación, pensarán los del sistema métrico. Oh hermosos países del sistema métrico. Asimilación norteamericana total, pensarán. Si supieran que la cosa es más compleja…
Tiro zancadas largas, ya de vuelta. Inventario de deambulantes: Tres con carritos de compra llenos de cachibaches. El señor negro que no habla, quizás paciente mental. La señora que parece señor y que insiste en armar un reloj que no camina Ella es la que se roba los periódicos de los porches de las antiguas casas de la aristocracia criolla. Los revende en las luces. El deambulante que queda es el señor viejísimo que se estaciona en la puerta del centro de alquilar carros y que de vez en cuando vende tallas de madera. De allí lo están botando cuando paso a toda carrera. Lo saludo con un buenos días ahogado. El me los contesta, ausente.
Inventario de enfermeras que entran al presbiteriano: cuatro, de mucamas que bajan a los hijos de los ricos a l Parque del Indio: dos, inventario de camiones de carga que van a dejar sus mercancias a la entrada del supermercado dos. Cinco corredores más- dos mujeres entradas en años- como yo. Tres varones, uno gordo, los otros más atléticos. Uno de los atléticos es gay, se le nota. Más muchachos de la construcción o de limpieza o de seguridad . Siempre son “muchachos” aunque tengan cincuenta años. Siempre son negros, algunos dominicanos. Son los únicos con joyas que refulgen al sol de este viernes a las siete y cuarentaycinco de la mañana. Los “muertosdehambre”, con carros Toyota carcomidos por el mar, con celulares, gordos hasta reventar. Le doy con todo lo que tengo. Me detengo frente al Parque.
La calle de casa está vacía. Como si no hubiera pasado nada esta mañana. Como si ningún insulto, ninguna confrontación operara sobre su brea hace escasamente media hora. Camino hasta mi casa lentamente, cuestión de recuperar el aire. Después de bañarme me peso- me digo, a ver cuánto he bajado. .
3 comentarios:
esta muy interesante este micro relato, tengo una tia que hacia lo mismo, casi por la misma ruta cuando viviamos en santurce, se tiraba desde la Barriada Figueroa donde viviamos todos los martes y jueves, creo que tambien se pesaba.
¡Qué rico escribes! Me fui a correr contigo, y hasta cansada estoy, ja! Yo me crié en esa área y subía y bajaba por todas esas calles, esos mundos divididos de la Loíza y sus tiendas de baratijas, y la Macleary-Condado con la creama y nata de la blanca espuma borinquense.
Te deseo a ti, tus hijos, el esposo, el ex y su juguete, y a todos los que ames y te amen un 2008 maravilloso. Voy a prender una velita para que la niña no se enferme y puedas escribir sin roncheos. Un abrazo, Johanny
Es siempre un gusto leerte. Me fui a hacer la rutina mañanera contigo desde la oficina. Bendiciones para ti y toda tu familia.Paz y tranquilidad para que puedas escribir en medio del ruido. Un abrazo.
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